Belleza en los universos frikis: lo que aprendí de ellas (y de mí)

A veces una se cansa de los espejos. No por el reflejo, sino por todo lo que se supone que deberíamos ser. Bellas, pero sin esfuerzo. Seguras, pero sin parecer “demasiado”. Reales, pero sin manchas ni drama. Y en medio de todo eso, un día cualquiera, descubrís a una elfa que no necesita gritar para ser poderosa. O a una bruja incomprendida que camina sola pero no se rompe. O a una heroína que sangra, se cae, y aun así sigue.

Fue así como entré al mundo friki. Por la puerta más inesperada: la búsqueda de referentes que me devolvieran a mí misma.

Y lo que encontré no fueron solo personajes. Fueron espejos distintos. Mujeres dibujadas, animadas, escritas… que me enseñaron que la belleza no tiene un solo rostro. Que la fuerza no siempre se ve. Y que tal vez, solo tal vez, ser friki también era una forma de ser libre.

Índice
  1. Donde encontré a mis heroínas (aunque fuera entre figuras de plástico)
  2. Lo que Arwen me enseñó sobre el silencio y la firmeza
  3. Cuando Raven me ayudó a entender mi caos
  4. La lección de Bulma: belleza, ciencia y contradicción
  5. Ser bella también es caer: lo que entendí con Misato
  6. Lo que me dejaron ellas… y lo que me queda a mí

Donde encontré a mis heroínas (aunque fuera entre figuras de plástico)

La primera vez que pisé una tienda friki fue casi por accidente. Acompañaba a mi hijo, con cero ganas y cero referencias. Para mí, todo ese mundo era ajeno, confuso… hasta ridículo. Pero él insistía. Así que entramos.

No recuerdo el nombre de la tienda, pero sí recuerdo esto: el brillo en sus ojos al ver una figura de Hinata, la emoción con la que me explicaba quién era, y cómo esa chica tímida y callada había terminado convirtiéndose en una ninja increíble. Y ahí, mientras él hablaba sin parar, yo la miraba. Esa muñeca diminuta. Su postura. Su expresión. Su ropa. Y por dentro pensaba: esa soy yo, cuando me atrevo.

Desde entonces, cada vez que viajamos, buscamos juntos una tienda nueva. Gracias a Frikiland —ese directorio que parece una brújula mágica para encontrar tiendas frikis por toda España—, elegir es facilísimo. Pones tu ciudad, o la ciudad a la que vas, y zas: una lista ordenada con fotos, enlaces, y todo lo que necesitas saber.

Es más que consumo. Es un ritual. Buscar, elegir, entrar. Porque en esos estantes llenos de muñecos, hay más de lo que se ve. A veces encontrás figuras. A veces recuerdos. Y a veces —cuando menos lo esperás— te encontrás a vos misma.

Lo que Arwen me enseñó sobre el silencio y la firmeza

De niña siempre pensé que la fuerza era ruidosa. Que para ser valiente había que alzar la voz, sacar la espada, discutir hasta ganar. Porque en la escuela, en la calle, incluso en la familia, parecía que solo escuchaban a quienes gritaban más fuerte. Y yo… nunca fui de gritar. Fui la callada. La que observaba. La que se guardaba las palabras en la garganta hasta que dolían.

Entonces conocí a Arwen. Y sí, ya sé que es un personaje inventado, pero dime: ¿acaso no hay personajes que parecen más reales que la gente que ves todos los días? Ella no era la protagonista más visible de la historia. No era la que peleaba en primera fila. No era “la guerrera perfecta”. Pero había algo en sus gestos, en su serenidad, en esa manera de sostener la mirada sin levantar apenas la voz… que me rompió los esquemas.

Arwen me enseñó que el silencio no es ausencia, es presencia. Una presencia que no necesita exhibirse, porque se sostiene sola. Que la firmeza también puede ser suave, y que no hace falta desbordar a nadie para mantenerse fiel a lo que una siente.

Recuerdo especialmente la escena en la que decide renunciar a la inmortalidad por amor. Para muchos, una decisión incomprensible. Para mí, una prueba de algo inmenso: la capacidad de elegir con el corazón, aunque el mundo entero piense que te equivocas. Ahí entendí que la firmeza no siempre se mide en batallas ganadas, sino en las elecciones silenciosas que marcan tu destino.

Desde entonces, cada vez que me reprocho por no ser “suficientemente ruidosa”, pienso en ella. En cómo se quedó quieta cuando todo se movía. En cómo eligió el amor aunque eso significara perderlo todo. Y entonces me abrazo un poco más fuerte. Porque aprendí que también soy valiente, aunque lo sea en voz baja.

Cuando Raven me ayudó a entender mi caos

La primera vez que vi a Raven, confieso que me incomodó. Esa chica callada, con ojos que parecían atravesarte, con un aura oscura que no dejaba adivinar si era aliada o enemiga. No encajaba en el molde de “heroína luminosa” que yo estaba acostumbrada a ver. Y quizás por eso mismo, me quedé enganchada.

Raven es la personificación del caos interior. Esa mezcla de emociones que se agitan debajo de la piel y que no siempre se pueden mostrar. Ella no sonríe para agradar, no disimula para encajar. Pero tampoco estalla en rabia todo el tiempo, porque sabe que su poder es tan grande que podría arrasarlo todo. Vive en el límite: si siente demasiado, el mundo tiembla. Y yo, al mirarla, entendí que mi propio caos también podía tener un lugar.

¿Cuántas veces nos dijeron que las mujeres tenemos que ser “equilibradas”? Ni muy tristes, ni muy alegres, ni muy intensas. Como si sentir demasiado fuera una amenaza. Yo crecí creyendo que mis enfados eran peligrosos, que mis lágrimas eran debilidad, que mis contradicciones me hacían defectuosa. Y Raven, con su capa oscura y su manera de mirar de lado, me susurraba otra verdad: no estás rota, solo estás llena.

Llenas de emociones, de historias, de heridas que todavía duelen. Llenas de fuego contenido. Y ese fuego no hay que extinguirlo, solo aprender a habitarlo.

Lo más hermoso de Raven es que, a pesar de toda esa tormenta, sigue eligiendo. Elige a sus amigos. Elige luchar. Elige no dejar que sus sombras la definan por completo. Y ahí me vi reflejada: en esa batalla diaria de no dejar que mis miedos me controlen, pero tampoco negarlos.

Ahora, cada vez que siento que el caos me va a desbordar —cuando grito en silencio, cuando me trago palabras, cuando me tiemblan las manos por contener lo que siento— pienso en ella. En Raven, caminando con sus sombras al lado, pero avanzando igual. Y me digo: si ella puede, yo también. No para ser perfecta. No para brillar siempre. Sino para aceptar que mi oscuridad también forma parte de mi belleza.

La lección de Bulma: belleza, ciencia y contradicción

Siempre me llamó la atención Bulma. Porque no era la heroína típica que esperaba. No peleaba como Goku, no entrenaba como Vegeta, no era la más fuerte físicamente. Y sin embargo… siempre estaba ahí. Resolviendo, inventando, sacando soluciones imposibles de la nada. Era bella, sí, pero sobre todo era brillante. Y eso, en los años en los que yo la conocí de niña, no se veía tanto en la pantalla.

Lo curioso es que Bulma nunca escondía sus contradicciones. Podía ser tierna y al mismo tiempo insoportable, coqueta y a la vez mandona, frívola con la ropa pero seria con su laboratorio. Era humana. Tan humana que daba un poco de vértigo. Y creo que por eso me marcó tanto.

Porque, ¿cuántas veces nos exigieron a nosotras elegir? ¿Ser bonitas o inteligentes? ¿Ser maternales o ambiciosas? ¿Ser serias o divertidas? Como si no pudiéramos contener todo al mismo tiempo. Bulma se reía de esas etiquetas. Con un peinado nuevo en cada saga, con un vestido distinto en cada viaje, ella demostraba que podías ser vanidosa y aún así salvar el mundo con una cápsula que salía de tu bolsillo.

Me enseñó que la belleza no está peleada con la inteligencia. Que puedes pintarte los labios de rojo y al mismo tiempo diseñar una máquina que viaje en el tiempo. Que tu feminidad no anula tu capacidad, ni tu capacidad te obliga a renunciar a tu feminidad.

Y también me enseñó a abrazar mis cambios. Bulma cambiaba de look como cambiamos de etapas en la vida. Y cada transformación era válida. No necesitaba pedir perdón por ser diferente en cada momento. Ni justificarse. Ni explicar por qué. Y yo, que muchas veces me sentí culpable por no ser siempre “la misma versión de mí”, encontré en ella un espejo compasivo.

Así que sí, entre risas, berrinches y experimentos, Bulma me recordó algo esencial: ser mujer no es ser una sola cosa. Es ser muchas. A veces todas a la vez. Y esa es nuestra verdadera fuerza.

Ser bella también es caer: lo que entendí con Misato

Misato nunca fue el típico personaje que una querría imitar. No era la heroína perfecta, ni la líder inquebrantable, ni la mujer que siempre sabe qué hacer. Más bien era todo lo contrario: desordenada, contradictoria, con una vida personal que parecía un desastre, y al mismo tiempo con una capacidad inmensa para proteger a los demás.

Cuando la conocí, siendo adolescente, me chocaba. ¿Cómo podía alguien que salvaba el mundo tener la nevera vacía y una relación de pareja a medias? ¿Cómo podía una mujer tan bella ser tan caótica? No encajaba en el molde de “la mujer fuerte” que me habían vendido. Y, sin embargo, con los años… comprendí que Misato era mucho más real de lo que imaginaba.

Porque nosotras también somos así. Capaces de darlo todo en el trabajo, en la crianza, en los cuidados, en sostener a los demás… mientras por dentro sentimos que se nos cae la vida a pedazos. Y aun con esa sensación de ruina interna, seguimos. Con un café recalentado, con la sonrisa forzada en la reunión, con las lágrimas secas en el baño. Seguimos. Como Misato.

Lo que más me enseñó ella es que caer no nos quita la belleza. Que podemos equivocarnos, elegir mal, llorar por amor, fracasar en lo íntimo… y aun así ser gigantes a los ojos de quienes nos rodean. Misato es bella no a pesar de sus caídas, sino porque se levanta de ellas, aunque sea a medias, aunque sea rota.

Y hay algo profundamente liberador en reconocer que también podemos ser así: desprolijas, llenas de dudas, hermosas en nuestra imperfección. Que no tenemos que tener todo en orden para ser valiosas. Que incluso desde el caos se puede guiar, amar, salvar.

Por eso, cada vez que siento que me exijo demasiado, que quiero ser impecable en todo —la madre perfecta, la mujer atractiva, la amiga presente, la profesional imparable—, me acuerdo de Misato. Y me repito bajito: la belleza también está en tus caídas. En tu humanidad, en tu cansancio, en tu torpeza. Y entonces respiro un poco más tranquila. Porque ser fuerte no siempre significa brillar. A veces significa solo seguir caminando, aunque te tiemblen las piernas.

Lo que me dejaron ellas… y lo que me queda a mí

Al final, cuando miro atrás, me doy cuenta de que no eran solo personajes. Arwen, Raven, Bulma, Misato… eran piezas de un espejo roto en el que fui aprendiendo a reconocerme. La calma silenciosa de Arwen me recordó que no necesito gritar para tener fuerza. El caos contenido de Raven me mostró que mis sombras también son hogar. Bulma me enseñó que puedo ser mil cosas a la vez sin pedir disculpas. Y Misato… Misato me abrazó en mis caídas, recordándome que incluso desde el desorden seguimos siendo luz para alguien.

No son diosas, ni modelos imposibles. Son mujeres inventadas que, de alguna forma, se parecen demasiado a nosotras. Y ahí está la magia: en darnos cuenta de que la belleza no es un molde perfecto, sino un caleidoscopio de contradicciones. Ser bella es ser tú misma, con silencios, con caos, con reinvenciones y con tropiezos.

Quizá por eso disfruto tanto perderme en esas tiendas frikis con mi hijo, o buscar en Frikiland una nueva parada cada vez que viajamos. Porque entre figuras y pósters encuentro algo más que objetos: encuentro a esas mujeres que me acompañan, y encuentro también un recordatorio de que la belleza no siempre brilla… a veces simplemente late.

Y creo que eso es lo que quiero llevarme conmigo: que no hay un manual único para ser mujer, ni para ser madre, ni para ser bella. Que lo aprendemos en silencio, en el caos, en los inventos, en las caídas… y en esas pequeñas historias que, aunque ficticias, nos enseñan a vivir un poco más de verdad.

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